miércoles, 1 de mayo de 2013

Tú.

Eres mi herida. 
Eres esa herida que llevo en mi alma desde el primer día que puse un pie en este mundo. Esa herida que nunca se cierra del todo, que me recuerda que hay dolor, una herida que intento curar cada día y cada día sangra un poco más.

Llegaste queriendo cerrarla. Traías contigo aguja e hilo y te dispusiste a coser; clavaste la aguja mil veces, pero el hilo no fue suficiente. Intentaste arreglarlo con tiritas, una detrás de otra... cada tirita se estropeaba antes y arrancarla era un dolor aún más insoportable que la misma herida. 

Llegaste y creí creerte. Estabas tan convencido de poder sanarme... y no lo vimos. ¿Lo ves ahora? Tú eres esa herida. Eres esa cicatriz que he intentado ver y no he podido. No he podido porque no existe, ojalá. Ojalá tuviera el cuerpo lleno de cicatrices; sin embargo, no es así. Tengo la piel reluciente, blanca como la luna llena en una noche de verano, pero con una herida que no para de abrirse. 

Eres el recordatorio de todos los errores que he cometido en mi vida, y de los que cometeré. A veces incluso te conviertes en la sal que cae en mi herida y me hace retorcerme de dolor. Eres muchas cosas: herida, sanador, sal... 

De todas las cosas que eres hay una que no puedo evitar, la más dolorosa, la peor de todas, la que me deja sola frente a un futuro sin esperanza y sin luz. Eres el único, el último.